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Proyectores CRT de tres cañones: cuando calibrar era un arte (y una locura)

Proyectores CRT de tres cañones: cuando calibrar era un arte (y una locura)

Por Ruben Teruel
Publicado 26/10/2025, 13:00
en Imagen
Tiempo de lectura: 4 minutos
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Hubo una época en la que tener cine en casa no era cuestión de conectarlo todo y listo. Ni de comprar un proyector 4K láser, colgarlo del techo y olvidarte. No. Hace no tanto, montar un home cinema de verdad era sinónimo de sudar la gota gorda, pelearse con el mando a distancia, mirar patrones de color durante horas… y, sobre todo, tener paciencia. Mucha paciencia. Y es que si hoy hablamos de proyectores como si fueran electrodomésticos, en los años 80 y 90 eran más bien instrumentos de precisión.

Los proyectores CRT de tres cañones fueron durante décadas lo más avanzado (y complejo) que podías tener en casa. Tres tubos, uno para cada color primario (rojo, verde y azul), proyectando sobre la pantalla con una sincronía casi mágica. Su calidad de imagen, cuando estaban bien calibrados, era insuperable. Pero lograrlo… ¡ah, amigo! No era simplemente enchufar y dar al play. Era todo un ritual, una mezcla entre ciencia, arte y masoquismo.

Hoy en día sería impensable que un producto tan exigente calara entre el gran público. Pero hubo un tiempo en el que los más frikis (explicado por mi tío) se pasaban fines de semana completos afinando el enfoque, alineando los cañones y ajustando la geometría píxel a píxel. Era una locura, sí, pero una que tenía recompensa: cuando todo quedaba perfecto, la imagen era una delicia. Negros profundos, colores naturales y una suavidad que ni los proyectores modernos replican del todo.

Calibrar un proyector CRT: prueba de fe y devoción

Proyectores CRT de tres cañones: cuando calibrar era un arte (y una locura)

Para empezar, estos proyectores no tenían ni autoenfoque, ni keystone, ni corrección automática de color. Aquí todo se hacía a mano. Y no con uno, sino con tres cañones independientes, cada uno proyectando su imagen y que había que alinear con una precisión milimétrica. Cualquier pequeño desfase y el contorno de los objetos se veía duplicado en rojo, verde o azul, como si estuvieras viendo cine en 3D sin gafas.

Primero venía el enfoque físico, ajustando cada tubo con un destornillador o desde menús bastante rudimentarios. Luego la alineación geométrica, que te hacía pasar por patrones de cruz, de líneas, de círculos, y te obligaba a mover cada punto de control hasta que todos coincidieran a la perfección. Una especie de Paint con mando a distancia. Y si eso no era suficiente, también había que regular la convergencia dinámica, la estática, los settings de G2, el bias… ¿Te suena a chino? Normal. Esto no era para todos los públicos.

Y por si fuera poco, el tamaño importaba. No porque fueran pequeños precisamente (pesaban lo suyo), sino porque había que calcular la distancia exacta entre el proyector y la pantalla, el ángulo, la inclinación del techo… Era habitual tener que modificar el salón solo para que el proyector cupiera. Y no exagero: muchos acababan instalados en soportes personalizados o incluso embutidos en falsos techos, al estilo cine profesional.

Proyectores CRT de tres cañones: cuando calibrar era un arte (y una locura)

¿Y el brillo? Pues… esa era su mayor pega. Los CRT no eran precisamente faros. Su fuerte era el contraste, los negros absolutos y la fidelidad de color, pero para eso necesitabas una sala totalmente a oscuras. Cualquier luz ambiental arruinaba la experiencia. Y aun así, los más entusiastas aceptaban esas limitaciones a cambio de esa imagen tan “de película”, suave, sin pixelado, sin DLP rainbow, sin motion blur… Sin filtros de procesamiento que alteraran la señal.

Y por supuesto, había que cuidar los tubos como si fueran de cristal (porque lo eran). Dejar una imagen estática demasiado tiempo podía provocar quemados. El uso prolongado sin ajustes podía desalinear los cañones. El polvo era enemigo mortal. Tener un CRT era como tener un coche clásico: precioso, pero delicado.

¿Valía la pena todo ese esfuerzo?

Proyectores CRT de tres cañones: cuando calibrar era un arte (y una locura)

Si nos dejamos llevar por la lógica actual, seguramente no. Hoy puedes comprar un proyector láser por unos 700 euros, lo conectas por HDMI y listo. Pero para los que vivieron aquella época, la respuesta es otra. Porque no era solo por la imagen. Era por el ritual, por la sensación de estar montando un cine de verdad en casa, por aprender cómo funcionaba todo desde dentro.

Y también porque, si dabas con uno de gama alta (como los Barco, Electrohome Marquee o Sony G90), lo que veías era sencillamente espectacular. Un negro puro que ni los LCD soñaban tener, una suavidad de imagen sin procesado, una sensación de película analógica que ningún proyector digital ofrecía. Por eso todavía hoy hay una pequeña comunidad que restaura y mantiene estos proyectores. No por nostalgia solamente, sino porque, bien configurado, un CRT de tres cañones puede seguir compitiendo en calidad de imagen con proyectores modernos.

Eso sí, no era para cualquiera. El que se metía en esto sabía dónde se metía. Y aún así, muchos lo hicimos con gusto. Algunos aprendimos más calibrando nuestro viejo CRT que en cualquier curso de imagen digital. Y aunque hoy tengamos un OLED o un proyector láser 4K con Dolby Vision, en el fondo sabemos que aquella era otra historia. Más complicada, sí. Pero también más de los que lo vivieron.

Tags: CalibraciónDestacadoProyectores
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Ruben Teruel

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