¿Sabes esas teles enormes que parecen una lavadora metida en el salón? Pues antes de que tuviéramos OLEDs colgados como cuadros o pantallas 4K finitas como una tablet, eso era el sueño de todo cinéfilo con ganas de fardar. Y si no me crees, que sepas que mi tío, que es un auténtico friki de la vieja escuela, aún llora de nostalgia cada vez que ve una retroproyección abandonada en Wallapop.
A mí me cuesta imaginarlo, la verdad. Yo soy del 99, crecí con teles planas y con HDMI ya integrado, pero él no: me ha contado mil veces cómo en los 90 y principios de los 2000 tener una tele de 50 o 60 pulgadas era directamente ciencia ficción. No existían los proyectores baratos ni los QLED de 1000 nits. Lo más grande que podías tener sin arruinarte era una tele de retroproyección. Y ojo, porque aunque hoy nos parezca un armatoste, por aquel entonces era casi un símbolo de estatus.
Pero claro, no era solo el tamaño lo que llamaba la atención. Era también el ritual. El momento. “Poner una peli en esa tele era un plan en sí mismo”, me dice siempre. Cerrabas persianas, bajabas luces, colocabas bien los altavoces (si tenías suerte y un ampli decente) y te sentabas justo en el centro, porque si te girabas un poco… te quedabas viendo sombras.
Retroproyección: cuando tener 50 pulgadas era de locos

Para ponerte en contexto: una tele plana de 42 pulgadas en 2003 costaba más de 3.000 euros, y no te creas que se veía de escándalo. Por eso, los que querían vivir el cine en casa sin vender un riñón tiraban de teles de retroproyección, que ofrecían muchas más pulgadas a un precio más “humano”. Eso sí, con truco.
¿Cómo funcionaban? Pues no eran como las teles normales. En lugar de tener una pantalla con píxeles que se iluminan, lo que hacían era proyectar la imagen desde dentro hacia una especie de pantalla integrada en la parte frontal. Las más comunes usaban tres tubos CRT, uno por cada color (rojo, verde y azul), y algunas más modernas ya usaban tecnología DLP o LCD. El caso es que todo el sistema de proyección estaba metido dentro del “mueble”, y por eso ocupaban una barbaridad.
Mi tío tenía una Toshiba de 55 pulgadas. A mí me sonaba a locura cuando me lo contaba. “Es que en 1998, eso era tener cine en casa, pero de verdad”, me dice con cara de emoción. Y claro, no era solo el tamaño: venía con altavoces integrados, entradas de vídeo por componentes (que era casi lo más en calidad en aquella época) y hasta mando a distancia retroiluminado, que era la bomba.
Pero claro, también tenía sus pegas. “Tenías que verla desde enfrente, y en penumbra. Como te sentaras de lado o entrara mucha luz, la imagen se iba al traste”, me explicaba. El brillo era justito, el contraste no era ninguna maravilla, y la definición dejaba que desear, sobre todo cuando pasabas de VHS a DVD y la imagen más nítida dejaba en evidencia las limitaciones del sistema.
Y lo peor: si se gastaba la lámpara, tocaba rascarse el bolsillo. Algunas costaban más de 100 euros, que por entonces no era ninguna tontería. Además, como eran tan voluminosas, cambiarlas de sitio era una odisea. Literalmente venían con ruedas… y aun así, moverlas era un deporte de riesgo.
Una época en la que lo grande era lo importante
Pero a pesar de todo, mi tío no las cambiaría por nada. “Eran parte de una época donde lo importante no era tanto que la imagen fuera perfecta, sino la experiencia de ver algo en grande, con los amigos, en casa”, me decía mientras me lo explicaba. Y es que, claro, ese tipo de teles tenían algo especial. Ese aire de «evento», de hacer de cada peli algo más serio.
Hoy, el 65 pulgadas es “lo normal”, pero entonces, tener 55 o más era directamente de locos. Y lo mejor: muchas de esas teles aguantaron el paso del tiempo como auténticas guerreras. Según gente en foros, tuvieron estas teles funcionando más de 10 o 12 años, incluso hasta 2010 en algunos casos.
Y entonces llegó la revolución: el plasma primero, y el LCD después, empezaron a colarse en los hogares. Eran mucho más delgadas, se podían colgar en la pared, tenían más brillo, mejor color, mejores ángulos de visión y encima consumían menos. La retroproyección murió sin hacer mucho ruido, arrinconada por la comodidad y el diseño moderno.
¿Queda alguna viva hoy?
Lo curioso es que, aún hoy, puedes encontrar teles de retroproyección a la venta en Wallapop o eBay. Algunas las regalan. Otras las venden como “ideales para consolas retro” porque tienen baja latencia y una estética muy noventera. Y claro, los frikis como mi tío se lo piensan… aunque luego recapacitan cuando recuerdan que la imagen deja de verse bien si no estás en el punto justo y que pesan más que un sofá de tres plazas.
Aun así, algo me dice que si pudiera tener una solo por nostalgia, la pondría en una habitación solo para verla encenderse. Porque sí, también tenían eso: ese zumbidito, ese fundido lento al arrancar, ese aire de “ahora empieza la magia”. Nada de encender al instante como las de ahora. Era casi como calentar una válvula.
Y por eso, aunque las retroproyecciones estén más que muertas comercialmente, siguen vivas en la memoria de toda una generación de cinéfilos y geeks que crecieron soñando con tener una tele gigante… cuando eso sí que era una rareza.